«Esto es lo que tiene más valor de este museo», exclamó mi cicerone Nicolás Sampedro señalando una gastada funda de estoques que descansaba resignadamente en el suelo, sin protección de vitrina alguna, al lado de una papelera metálica. A los turistas que hace un par de meses curioseaban en la sala pequeña del museo de la Monumental, la de los trajes de luces antiguos, el fundón de Chicuelo debía parecerles un simple producto de mercadillo artesanal o un «souvenir» con nombre legendario grabado en relieve sobre cuero vacuno «made in China», pero me preocupó que un visitante menos lego pudiera sustraerlo al descuido, como ya sucedió hace unos años con otras reliquias. «En la garita de la Gran Vía siempre vigilamos que nadie se lleve algún objeto al marcharse», me apaciguó Audina, la gentil señora de taquillas, cuando mostré mi temor porque una pieza única de uno de los apóstoles del toreo moderno estuviese al albur de los amigos de lo ajeno, con la cabeza de un toraco de Pablo Romero lidiado en 1967 por único testigo.
El recoleto y esplendorosamente decadente museo se inauguró en 1966 orientado a los turistas y por ello todos los maniquíes con vestidos de torear de época -que no son originales pero fueron recreados con rigor por el sastre taurino Luis Álvarez- peinan el flequillo de El Cordobés. Si bien la plaza es toda ella un fabuloso museo que esconde grandes sorpresas (en la retrofuturista enfermería, que no está abierta al público, se rodaba estos días la escena de una operación quirúrgica para una película), las dos salas del museo estilo pastiche andaluz siguen siendo un incentivo para los visitantes, sin el cual seguramente no hubieran entrado en la Monumental los tíos castellonenses de Mario Vilau, en una decisión crucial para aquel sobrino preadolescente que les acompañaba. La colección se nutrió con objetos atesorados desde siempre por la familia Balañá y con alguna que otra graciosa aportación. La dinastía Chicuelo, me confirma Manuel Jiménez Amador, nieto del maestro de la Alameda de Hércules, hizo donación de la funda de estoques al poco de abrir el museo. Y aunque no es fácil seguir su trazabilidad, dado que carece de firma, la guarnición floral podría indicar una procedencia de tierras mexicanas, donde Chicuelo sentó cátedra en los años veinte.
Autentificada la pieza por la estirpe chicuelista, reparo en una fotografía del museo en «El Ruedo» del 16 de diciembre de 1969, en la que Balañá Forts está dando «le tour du propietaire» con unos invitados de la canallesca. El fundón cuelga transversalmente en una pared, sin panel informativo ni expositor que realce su valor iconográfico. Esta minusvaloración del fundón me induce a pensar que el rescate de Chicuelo entre los historiadores es cosa de anteayer, que a lo sumo era reconocido por su inefable gracia sevillana, por el invento patentado de la chicuelina (por mucho que el crítico barcelonés Eduardo Palacio-Valdés sostuviera que la copió a Pacorro) y por la musicalidad del apodo, perpetuado merced a los destellos de arte en los ruedos de sus descendientes y de un usufructuario albaceteño con otro concepto del toreo igualmente respetable (la saga «Chicuelo II»). A su mágico pero inconstante deambular por los ruedos siguió un extraño silencio, como si hubiera pasado un ángel.
Según explica la biografía de Manuel Escalona Franco, «¡Chicuelo! El hombre que cambió el toreo», que ha publicado últimamente El Paseíllo, la editorial del acérrimo chicuelista David González Romero, el maestro de la Alameda empezó a despertar del sueño de los justos hacia 1989. Ese año un crítico hispanomexicano casi desconocido en España -pese a los esfuerzos del editor catalán exiliado en México, Joan Grijalbo, que había publicado algunos de sus breviarios a este lado del charco-, dio a imprenta en Espasa-Calpe su obra cumbre «El hilo del toreo». Pepe Alameda, que este era su nombre de guerra, sostenía que la primera faena del toreo moderno la instrumentó Manuel Jiménez Moreno, Chicuelo, la tarde madrileña del 24 de mayo de 1928, a un toro de Graciliano Pérez Tabernero llamado Corchaíto. Pese a que Chicuelo ya llevaba mucha mili encima, aquel trasteo habría logrado reunir la ligazón de los pases en redondo de Joselito, la quietud y el temple de Belmonte y la originalidad en los adornos de Rafael el Gallo. El público contabilizó asombrado más de una quincena de pases naturales (así se llamaba también entonces a los derechazos) e incluso cuatro pases en redondo girando los talones y ligándolos como en una mano ganadora de póker. Por lo demás, Pepe Alameda consideraba que el albacea de su legado fue Manolete.
La afirmación de que la faena de Corchaíto fue la precursora del toreo actual puede suscitar alguna reserva -por necesidades narrativas, los historiadores de cualquier especialidad se obstinan en dilucidar el momento preciso del «big-bang»-, pero el propio Alameda dotaba de sensatez a su teoría al conceder que «esa faena, su faena ideal o faena-tipo, la realizó en diversas ocasiones; por ejemplo, en La Coruña, en Barcelona, en Figueras». Estos hitos concuerdan con una entrevista a Chicuelo en 1943 y con la monografía chicuelista escrita por el alicantino y barcelonés de adopción Tomás Orts Ramos, más conocido por «Uno al sesgo», en la colección de quiosco «Los ases del toreo». En la temporada 1925, anota el estadístico Orts, «en Figueras, el 4 de mayo, y en Barcelona, el 12 de julio, tuvo dos triunfos tan resonantes que aún hoy hablan los aficionados que los presenciaron, de aquellas dos magníficas corridas».
Pese a que el documentado y revindicativo libro de Manuel Escalona reproduce las placas fotográficas de algún semanario madrileño, el compañero Joan Colomer Camarasa me informa que la salida a hombros de Chicuelo en Figueres, en un festejo mixto en que alternó con Torquito y el rejoneador Alfonso Reyes con reses de Antonio Pérez de San Fernando, no ha dejado rastro en los anales de la tauromaquia gerundense, así que para brindar como se merece por el postergado centenario deberemos centrarnos en la tarde de la Monumental. El cartel era una repetición de Belmonte montada por su exclusivista Pagés, que completó la terna con el hermano del trianero, Pepe, y con Chicuelo como tapado. Los toros, como en la plaza vieja de Madrid tres años después, eran de Graciliano Pérez Tabernero, una divisa santacolomeña que por su fiereza ha sido conectada en un reciente ensayo de Domingo Delgado de la Cámara con el encaste miureño. Los gracilianos colaboraron en el triunfo de los Belmonte, pero ahí acaban las semejanzas ganaderas. Por un baile de corrales, salió en quinto lugar Cantinero, un sobrero de José Bueno de procedencia Albaserrada que empezó quedado y huidizo, luego derribó a tres caballos (matando a uno de ellos) y acabó embistiendo con suavidad a las telas de Chicuelo incluso cuando ya sentía media estocada y el público se disponía a pedir los máximos trofeos. Chicuelo había traído en el fundón lo que había probado con éxito aquel invierno con el pastueño toro mexicano.
Al igual que sucedió con el trasteo a Corchaíto, en el que Pepe Alameda señala que los críticos no captaron a primera vista la novedad que encerraba, la mayoría de revisteros barceloneses bascularon entre el apasionamiento ciego y el simple anonadamiento. Así, en el popular rotativo «Las Noticias, alguien que firmaba «El sobrino del tío Mereje» (seguramente el veterano Alfredo Pallardó) arrancó su reseña intentando captar, como mandan los cánones de la retórica, la benevolencia del lector, escudándose en las limitaciones del lenguaje verbal: «Para decir cuanto realizó Chicuelo en el toro quinto, agotaríamos todos los adjetivos encomiásticos y pobre sería aún el léxico para dar un pálido reflejo de la realidad». El truco de recurrir a un amago de «síndrome de Stendhal» que le paraliza a uno ante una explosión de indecible belleza, fue empleado por Jerónimo Serrano, Azares, que era el cronista más seguido por los aficionados por cuanto su diario, el sensacionalista «El Diluvio», era devorado en las tabernas y barberías de los barrios populares. «Y aquí se detiene la pluma, se paraliza el cerebro, cohíbese el espíritu, al querer dar forma gráfica a lo más grande, más sublime y portentoso que artista alguno haya realizado en el divino arte de torear. Fue algo maravilloso, fantástico, inenarrable. ¿Podré yo, podría nadie describir, reflejar siquiera lo que nuestros ojos, admirados, atontados, vieron; la emoción sentida a impulsos del arte excelso de Chicuelo?». Azares ciertamente no arrojó luz sobre las innovaciones técnicas de la faena, pero la sobredosis literaria encantó al reputado crítico francés «Don Severo» (Marcel Grand), que en la redacción de «La Petite Gironde», en Burdeos, recibía paquetes de prensa española para mantenerse al día y que se tomó la licencia de fusilar por entero la crónica de Azares sin nombrar al autor, simulando a sus lectores que había asistido a la corrida.
El análisis más certero es sin duda el de Ventura Bagüés, el siempre docto «Don Ventura», que en la cabecera radical «El Día gráfico» acertó a resumir la esencia de la obra: «Cuatro o cinco faenas en una sola realizó Chicuelo; hizo cuanto se puede hacer, cuanto es imaginable; agotó todo el repertorio del toreo de muleta; su labor fue en un mismo terreno y la hizo como nadie soñó ver ni ejecutar. (…) Por obra de su genio deja a la nueva generación que venga la estilización artística de las bogas y usanzas modernas dentro de la tradición más pura, en cuanto se refiere al toreo de brazos y a la exposición». En este inventario de logros, uno se pregunta si por «cuatro o cinco faenas en una sola» el autor se refiere a la extensión de la faena o a que ésta se estructuró en un puñado de tandas o series de muletazos, como en el toreo moderno. El ferviente chicuelista Enrique García Cellalbo, que firmaba «Carrasclás» en el vespertino «El Noticiero Universal» y que para la pequeña historia fue el padre del ministro del tardofranquismo Enrique García Ramal, disipa nuestras dudas sobre la ligazón al reseñar una labor consistente en «tres o cuatro faenas, a cuál más valiente y más bella, matizadas con prodigiosos naturales, ligados por series [las cursivas son nuestras] hasta número milagroso y seguidos de otros bellísimos pases, unos conocidos y otros creados por la imaginación del artista incomparable».

En definitiva, la prensa generalista de Barcelona levantó acta de la genial faena a Cantinero, pero su recuerdo se fue desdibujando por otras mágicas tardes suyas en la Monumental y, ay, por sus altibajos en las largas temporadas. Cuando cuajó a Corchaíto en Madrid, el mentado «Uno al sesgo» celebró en la edición barcelonesa de «El Liberal» que «éramos muchos los que estábamos seguros de ello. Ese momento tenia que suceder, era fatal. Lo que nos sorprendía es que tardara tanto». Pero el único crítico que, por lo que sabemos, vio ambas faenas y pudo conectarlas mentalmente entre sí, es el fiable José Díaz de Quijano, alias «Don Quijote», otro partidario del sevillano desde su primer año de novillero en Barcelona (1919). En su autobiografía intelectual «Cinco lustros de toreo», dice así sobre la faena a Corchaíto: «Ocho años me ha pasado diciendo que el día que Chicuelo hiciese en Madrid «su» faena, la que yo le había visto hacer en provincias, en Madrid no se hablaría ya nada más que de Chicuelo y Chicuelo sería el ídolo de Madrid. Mucho me ha hecho esperar Manolo, pero ¡qué gran satisfacción se experimenta viendo por fín cumplida una profecía formulada con tal convicción y tanta fe!».
«Don Quijote» había sido testigo tres años antes, el 12 de julio de 1925, del «paroxismo del entusiasmo» que se desató en la Monumental, en los estribos del coche que trasladó al torero y en los aledaños del hotel en las Ramblas. «Y cuentan que en el andén de la estación -remata sus apuntes al día siguiente en el apeadero del Paseo de Gracia-, estando Belmonte rodeado de admiradores, como viese llegar a Chicuelo, le abrió calle, exclamando: «¡Paso, señores, que aquí llega Alguien!»». El fundón de Chicuelo, que nada nos impide soñar que sea el mismo que reposa en un rincón del museo, embarcó con el resto de los equipajes en el expreso de Madrid, llevándose consigo los secretos del toreo moderno.

