Elegía por una biblioteca taurina

En aquel pisito de viudo tapizado de libros hasta la andanada de sol, Fernando del Arco Izco acumulaba kilómetros de letra impresa sobre la tauromaquia, pero contra el aforismo de Borges de que el mejor lugar para esconder un libro es una biblioteca, cada ejemplar estaba marcado a hierro con su número. Su sobrino Eric, en una de las prácticas antes de convertirse en un librero de postín, inventarió más de doce mil documentos (más de la mitad libros) con el programa Excel de un primitivo ordenador con el que Del Arco nunca congenió del todo. Preocupado por la integridad de tan vasto catálogo, prefería invitar al piso de la calle Padua a los ratones de biblioteca que le pedíamos algún dato antes que prestar un solo volumen. «Hay dos clases de gilipollas: el que deja un libro y el que lo devuelve», repetía socarrón. Pero este patrimonio está en trance de dispersarse, como sucede con tantas bibliotecas particulares, con el añadido de que Del Arco fue un bibliófilo reconocido con gran presencia pública y relaciones de nivel que vivió obsesionado porque su legado le sobreviviese.

Se ha hablado de la tercera biblioteca privada del mundo, con tratados decimonónicos repujados en cuero y más de doscientos títulos solamente sobre Manolete, en los que su propietario pudo compilar los más de mil poemas de los dos tomos del «Parnaso manoletista» (2006 y 2017). A Del Arco, que era tan devoto del monstruo cordobés que ni siquiera le moderó el arrucismo de su querida esposa Conchita, le hubiera gustado saber que en la reciente antología «Las cien mejores poesías taurinas» (El Paseíllo) de Andrés Amorós, el torero más citado es Manolete con cinco poemas elegíacos dedicados a su icónica figura, y que uno de ellos es de un catalán, Mario Cabré, el maestro de las verónicas bajas y los amores de película. Amorós selecciona varias elegías de reminiscencias clásicas a grandes toreros, otras de raíz mitológica al toro bravo e incluso una elegía de Manuel Ríos Ruiz a un pobre maletilla. Puesto que el toreo es un diálogo con la muerte, es lógico que el subgénero de la poesía taurina por antonomasia sea la elegía y que el «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías» sea el poema sobre un torero más conocido en el mundo.

Como tantas elegías, esta crónica está marcada por el fatalismo, es una secuencia de malos presagios que culminan en un desenlace aún peor: la disolución de la paciente obra con la que Del Arco ansiaba perdurar entre los eruditos. El primer augurio fue, por descontado, el ictus leve que sufrió en 2017 y que su última compañera Elena atribuyó a los banquetes que prorrogaban las conferencias que él coordinaba en la Casa de Madrid y en los que ejercía de rumboso anfitrión. Era amigo del dueño del restaurante Salamanca, quien siempre le agradeció la vez que renunció a su reserva del pequeño salón con vistas al mar para que pudieran acomodar al hijo pequeño de Jordi Pujol, llegado de improviso con unos invitados a quienes quería impresionar. Aquel mismo año se publicó por última vez el anuario «Caireles», que gracias a su mecenazgo vivió una segunda juventud con espíritu combativo, firmas de relevancia y papel satinado.

Corría el año 2022 cuando le vi faltar por primera vez al ciclo de conferencias —no pudo acudir a una de esas misas manoletistas que su amigo Paco Laguna sabe oficiar y en la que Manolete estuvo en un tris de resucitar—, pero atribuí su ausencia a que la falta de ascensor para acceder al principal de la Casa de Madrid convertía su llegada, portado en andas en una butaca, en un paso procesional que desagradaba al vigoroso chicarrón navarro que siempre fue. A mediados del pasado diciembre ascendió a la andanada de los mejores aficionados. Su testamento declaraba heredero de la biblioteca a uno de sus nietos Boesch, pero antes de morir declaró su pesar a los allegados porque no había podido encarrilar el engorroso trámite del legado.

«Al entierro vino el dueño de las bodegas Ximénez-Espínola, que quiso visitar la biblioteca y que nos dijo que pondría en conocimiento de la gente del toro de Jerez nuestra intención de donarla, sin que hasta hoy se haya concretado su interés», escribe por correo electrónico el hijo de Fernando del Arco, abogado de profesión, que pacientemente enumera otras gestiones realizadas con su hermana. «A través de un amigo, en enero hablé con el empresario Enrique Ybarra Valdenebro, quien contactó con un familiar bien relacionado con la Maestranza de Sevilla, pero este nos manifestó su interés demasiado tarde, en el mes de abril» (en la biblioteca maestrante nunca supieron de esas gestiones). Y el 7 de enero, un intermediario de la familia se dirigió al Centro de Asuntos Taurinos de la comunidad madrileña, pero la fatalidad prosiguió. La bibliotecaria no estaba de servicio hasta el día 20. El abogado detalla que había un problema adicional de tiempo: «La vivienda de mi padre era de alquiler y el propietario puso el plazo perentorio de tres meses para que el piso quedara vacío».

«Sólo se interesó un coleccionista de Córdoba, que en ningún momento nos facilitó cómo trasladar la biblioteca a esa localidad«, continúa el hijo de Del Arco, que adjunta un presupuesto de un transportista cifrando en unos 8000 euros la mudanza a Madrid o a Córdoba. Aquí nace una clara discrepancia, pues el coleccionista en cuestión, el ya mencionado Paco Laguna, asegura que se mostró dispuesto a abonar los gastos de transporte y lamenta que después de una conversación telefónica en el mes de enero, no hubiese más contactos. Paco Laguna, que en su Museo Manolete de Villa del Río alberga donaciones de su amigo Fernando, como la pluma estilográfica con la que Manolete le firmó un autógrafo siendo niño, clama que “de haber tenido la ocasión, hubiera pagado lo que fuese por la biblioteca entera”.

El legendario maestro cordobés no torció el destino. La familia contactó con el apoderado del acérrimo manoletista José Tomás, el catalán Salvador Boix, que tanteó a algunos taurinos con inclinaciones librescas. “Había el problema de que la catalogación era ligeramente caótica y no podías adornarte en las gestiones”, señala Boix. La falta de un orden cronológico o temático dificultaba que los interesados se decidieran, pero resulta desconcertante que para los contactos no se recurriera a un “connaisseur” como Nicolás Sampedro, amigo personal y discípulo de Fernando, o que no se diera vela en el entierro a la Fundación El Juli, que años atrás se barajó como destino para los libros. Del Arco fue gran partidario del torero, trató de cerca a sus padres y se estrenó como biógrafo autorizado con «El Juli, historia de una voluntad» (1999). En el curso de este reportaje me dirigí a la fundación, pero no debí explicarme muy bien por teléfono, porque al cabo de un rato Ignacio López Escobar, tras consultar con su padre, me preguntó qué tenían que hacer para trasladar la biblioteca.

La gran apuesta por cumplir la voluntad de Fernando Del Arco —que no era una exigencia del testador, pues no debemos obviar que declaró heredero a un nieto sin conexión con el mundillo taurino— fue un malentendido más. El 20 de enero la responsable de la madrileña Biblioteca José María de Cossío se incorporó a su puesto y, el día 23, recibió la confirmación escrita del intermediario de que la familia pretendía donar la colección para que “no se rompa la unidad de la misma y exista un reconocimiento in memoriam para su padre”. La propia bibliotecaria Marta Presa nos escribe que por la magnitud del ofrecimiento (12.280 referencias) era necesario habilitar salas y depósitos en Las Ventas e inventariar las duplicidades con los fondos existentes. “La aceptación de una donación de tales características requería un informe detallado por parte de la Biblioteca, de manera que los mandos gestores oportunos pudieran decidir si era conveniente aceptar [las cursivas son del autor] una donación de tales características y si se podían movilizar los medios necesarios”.

“A estas tareas —prosigue la archivera del coso venteño— se dedicó la mayor parte del tiempo del personal durante las siguientes semanas”, pero cuando se contactó de nuevo con el intermediario, el 20 de febrero, este comunicó que la colección había sido vendida a un librero. El hijo de Del Arco, a dos semanas de que venciera el plazo del casero, se puso de acuerdo con un joven «brocanter» (mezcla de anticuario y chamarilero) del barrio de Gracia al que conocía porque en su día le vació otro piso. Fran Santiago, en su recoleta tienda de objetos «vintage» de segunda mano «Tot2ma», comenta que pagó por la biblioteca una cantidad perfectamente “asumible» por cualquier administración (y que no detalla pero sería inferior a 10.000 euros) y que envió de inmediato a la calle Padua a un empleado que estuvo trabajando ocho horas al día, durante más de una semana, para preparar las trescientas cajas con rumbo a su almacén. A las cinco de la tarde, la tarea finalizó a las cinco en punto de la tarde.

Exlibris de Fenando del Arco

En marzo de este año se originó un cierto revuelo cuando el periodista Ángel González Abad retuiteó un video en que se veían materiales de la colección desperdigados a ras de suelo en un puesto de los Encantes de las Glorias. El 2 de abril yo mismo fui testigo de que en el puesto 35 del mercadillo, un dependiente llamado Rachid vendía las piezas de un lote adjudicado en la subasta matinal y en el que, entre montañas de revistas y pequeñas joyas bibliográficas de tapa blanda con el «ex-libris» que Del Arco encargó a la pintora Teresa Llàcer, objetos personales como una orla de la peña de Carlos Arruza o el galardón otorgado por el círculo de amigos de Bienvenida componían una oda a la ”vanitas”. El «brocanter» graciense pretendía enviar un globo sonda a los bibliófilos, pero comprendió que aquel no era el cauce adecuado y que lo mejor era vender los libros sin prisas, a medida que abriese las cajas, a través del portal de internet «todocolección». Y que los interesados permaneciesen atentos a la pantalla.

En una cata en este moderno zoco compruebo que Fran Santiago, que es experto en dibujo ilustrado, ha puesto a la venta algunas de las caricaturas de Fernando Vinyes que amenizaron semanarios especializados y una popular baraja taurina, y que sirvieron para que su amigo Del Arco armase, como homenaje póstumo al entrañable crítico y dibujante, la monografía «La caricatura, los toros y Fernando Vinyes» (2004), sin duda uno de sus mejores libros. En el legado constan docenas de láminas originales de Vinyes que sería otra fatalidad que se dispersaran sin que ningún museo taurino pujase por ellas.

Los simpáticos trazos de Vinyes y el inolvidable talante guasón de Fernando del Arco me animan a abandonar el registro elegíaco. Abro de nuevo el tarro de esencias del profesor Amorós y rebusco entre las visiones bienhumoradas de la Fiesta plasmadas por los poetas. La cosecha comprende a los genios satíricos del Siglo de Oro, las chuflillas de Alberti y Antonio Carvajal, las seguidillas del muy entendido Gerardo Diego o la «Letrilla desangelada de don Tancredo» de Luis López Anglada. Esta composición es el mordaz retrato de un popular torero bufo que, embadurnado como una estatua, aguantaba inmóvil en una peana sin que el toro le embistiese. Algunos sostienen que esta suerte fue premonitoria de la evolución del toreo moderno, pero sobre todo le debemos la expresión popular «hacer el tancredo», que a todos nos han endosado alguna vez.

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