Barcelona, una decadencia al margen de banderas y nacionalidades

Esta V Entrega de 100 años de la Monumental. Un siglo de pasión se detiene en los toreros de cualquier lugar que también ocuparon un pedacito en esta historia. Barcelona avanzaba hacia la decadencia una vez desaparecía Balañá Espinós, entrando en escena Balañá Forts.

Reanudamos la historia contada en el IV Congreso Taurino de la UTYAC de hace unos días, contada por Paco Píriz y Gerard Mas, detenida en la pasión entre un onubense y un catalán (Para ver la IV Entrega Chamaco, Bernadó y la pizarra de Balañá pincha aquí):

Barcelona no ha entendido de nacionalidades, ni de ciudades, ni de arte, ni de valor. Otra vez, una vez más: pasión. De eso siempre nos ha sobrado. Esa manera de romperse ante cualquier detalle, cualquier situación que mereciera la pena, sin tabúes y así desde siempre. Ya podía ser de Triana y llamarse Belmonte, que venir de Venezuela los Girones, los mexicanos como Armillita o el mismo Arruza, acoger a un vasco como Pedrucho, hacer suyo a un extremeño como Juan Mora, o aceptar que al Finito cordobés no le gustaba ser de Sabadell.


Presumir también de los nuestros, en especial de una época que a partir de los ochenta fue más prolífica en dar sus propios nombres de lo que era esperado. Tan lejos quedaban ya las hazañas de Cabré (el torero de las supremas elegancias), de Bernadó, de aquel José María Clavel que se recorrió España o del torero recio de Girona Enrique Patón, que la cuadrilla de niños toreros formada por Ángel Lería, Juan España, Pepín Monje y César Pérez era la ilusión de volver a tener un catalán en tantos carteles. Y se unieron un puñado de novilleros que iniciaban cada año temporada en la Monumental, que despertaban curiosidad de ver si eran más que localismos. Relevados, años después, por aquellas otras cuadrillas de novilleros sin picadores que de la mano de la Escuela Taurina catalana volvían a hacernos creer que todo era posible. Y todos debieron sentir el calor de una gente, de su gente, de una plaza que habían pisado desde niños soñando la gloria de ser torero. Sí, Barcelona tierra de toreros. 150 años después de la primera alternativa concedida a un torero catalán, la de Pere Aixelà “Peroy”, se doctoró en tauromaquia Jesús Fernández, el último matador de toros catalán. El de Sant Boi cumplía un sueño a medias, pues tuvo que tomar la alternativa lejos de su tierra y en una plaza que no era la suya.

Aún es tiempo de que toreros como Santiago Martín “El Viti” se conviertan en dueños y señores de esa Barcelona, calándose tanto, que aún hoy el recuerdo es tan sincero como mútuo

Quien si pudo tomarla en la Monumental fue el catalán Enrique Guillén, el último, por ahora, en hacerlo en Barcelona. Dos dudosos honores que pronto deberían ser arrebatados por cualquier otro torero catalán. Sin ir más lejos, Abel Robles podría ser el nombre que relevara a los anteriores de dicho honor.

Capítulo, este de toreros de nuestra tierra, que merece la total reverencia al que, hasta ahora, es el último referente catalán. Serafín Marín, unidos a él en las alegrías y en las penas. El que sufrió como cualquier soldado de a pie la derrota aun no final en la batalla. El de la barretina aquí y allí por si alguno no se había enterado todavía, el del capote de la libertad, el que nadie quiere que ostente el título funesto de poner fin a una historia. El torero que se reivindicaba a golpe de puerta grande rumbo a la calle de la Marina después de, por ejemplo, dar larga vida al toro Timonel, el también último indulto hasta la fecha.

Tras la época de aquella apertura social que se presumía en mitad de los años 50, la década de los 60 traía la explosión económica y turística. Barcelona y sus temporadas continuaban formando parte del epicentro taurino mundial. Ya estaba convertida en la plaza de toros que más festejos programaba por temporada. Estos años, irremediablemente, quedan marcados por otro revolucionario: Manuel Benítez “El Cordobés”, servía de auténtico revulsivo, un filón empresarial capaz de arrastrar a las masas a las plazas de toros. Una evolución en cuanto a la manera de entender la programación de cualquier plaza de toros que coincidió con lo que marca el momento del comienzo involutivo de la Monumental: el 24 de febrero de 1965 muere Don Pedro Balañá, que deja el imperio taurino a su hijo, Pedro Balañá Forts.

Manuel Benítez “El Cordobés” un filón empresarial capaz de arrastrar a las masas a las plazas de toros que coincidió con lo que marca el momento del comienzo involutivo de la Monumental: muere Don Pedro Balañá, que deja el imperio taurino a su hijo, Pedro Balañá Forts.

Si bien en las temporadas inmediatas la cantidad y calidad parece ser similar, objetivamente es evidente que comienza un descenso de ambas. Aún es tiempo de que toreros como Santiago Martín “El Viti” se conviertan en dueños y señores de esa Barcelona, calándose tanto, que aún hoy el recuerdo es tan sincero como mútuo. Sí, aquellas temporadas maratonianas comienzan a ir menguando a medida del paso de los años, con una empresa más centrada en llenar las arcas a base de abaratar costes (tanto en toros como en toreros). Paulatinamente, la afición comenzaba a cuestionarse el hecho de pasar por las taquillas de la Monumental, a la vez que la propia ciudad contaba cada vez con una mayor oferta lúdica, con la llegada del 600 y con la hasta ahora parece que desconocida costumbre de disfrutar de las playas catalanas.

Eso sí, el núcleo, la esencia de una afición que comenzaba a convivir con su maltrato empresarial se mantenía intacto. No se perdía una personalidad que comenzaba a compartir escaño con italianos y alemanes. A todo ello se sumaría la llegada de la democracia, que se afianzaba en los ochenta con una Generalitat que tomaría la fiesta de los toros como uno de sus objetivos, en una labor de desgaste, tan lenta y segura, que fue minando a una empresa y a una afición durante más de 20 años.

 

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